La detención de la principal rival opositora de Ortega se suma a unas controvertidas reformas legislativas.
El arresto dictado el miércoles sobre la principal precandidata opositora a la Presidencia de Nicaragua, Cristiana Chamorro, acusada de blanqueo de capitales, ha agitado viejos temores a un aumento de la represión política en un país que mira ya a las elecciones del 7 de noviembre sin haber pasado aún página a la polarización que evidenciaron las protestas masivas de 2018 contra Daniel Ortega.
El Gobierno respondió a dichas protestas con represión y más de 300 personas perdieron la vida. El tímido acercamiento de entonces entre las partes y la liberación de cientos de presos en 2019 ha dado pie a una coexistencia que ha terminado de saltar por los aires en estos últimos meses, a golpe de leyes que, según la oposición, tienen como único cometido limitar sus derechos más básicos.
«Desde mediados de 2019, la estrategia del Gobierno se ha vuelto menos abiertamente coercitiva y más cuidadosamente focalizada», resume el International Crisis Group, en un reciente informe en el que concluye que Ortega «no parece estar dispuesto a enfrentarse a la oposición en igualdad de condiciones».
En el recuerdo de todos está lo ocurrido en 1990, cuando el final de la guerra civil dio paso a unas elecciones en las que Ortega salió derrotado. En esta ocasión, al temor a la pérdida del poder político se sumaría una eventual judicialización, ya que a lo largo de los últimos años se han lanzado numerosas acusaciones de corrupción y violaciones de los Derechos Humanos contra altos cargos del Gobierno.
Daniel Ortega, presidente Nicaragüense.
La plataforma independiente Monitoreo Azul y Blanco registró en 2020 1.797 ataques a opositores, si bien el frente que más críticas ha generado a nivel internacional es el legislativo, ya que Ortega, valiéndose del control absoluto del resto de instituciones, ha promovido varias reformas que afectan directamente a la disidencia.
La Ley de Agentes Extranjeros obliga a personas y organizaciones que reciben fondos del exterior a registrarse ante el Ministerio de Gobernación, mientras que otra reforma establece penas de cárcel para quienes compartan noticias falsas o filtren informaciones oficiales. Los delitos de odio, vagamente definidos, han pasado a estar castigados con cadena perpetua.
Además, una nueva ley prohíbe expresamente postularse a cargos públicos a quienes hayan puesto en riesgo la soberanía nacional, también bajo premisas ambiguas. «Más que castigos, lo que el Gobierno quiere imponer es el terror», sentencia un exviceministro nicaragüense citado por Crisis Group.
La Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, denunció en septiembre de 2020 la falta de avances en Nicaragua y recriminó a las autoridades su inacción «para abordar constructivamente las tensiones y problemas estructurales que desencadenaron en la crisis sociopolítica en abril de 2018».
La delegación de la oficina de Bachelet en Centroamérica se ha apresurado de hecho a condenar la «persecución penal» sobre Chamorro, recordando en Twitter que «no puede haber elecciones libres y creíbles sin garantizar los Derechos Humanos de todos los candidatos y votantes».
La Organización de Estados Americanos (OEA) también teme que «Nicaragua se encamine a las peores elecciones posibles», mientras que el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, cree que vetar «arbitrariamente» a la principal dirigente opositora «refleja el miedo de Ortega a unas elecciones libres y justas», al tiempo que ha abogado por «una democracia real».
El operativo policial frente a la casa de Cristina Chamorro, en Managua.
UNA OPOSICIÓN DESUNIDA
Ortega se ha esforzado por mantener e incluso recuperar aliados en un contexto en el que la oposición ha fracasado en sus intentos de unidad. La Alianza Cívica surgida tras las protestas de 2018 intentó lanzar la Unidad Nacional Azul y Blanco para ampliar sus bases, lo que derivó a principios de 2020 en un frente común bautizado como Coalición Nacional.
Sin embargo, la Alianza Cívica terminó abandonando la Coalición a finales del año pasado, lo que ha terminado de dar pie a todo tipo de luchas internas que han dejado los eslóganes de unidad en mera retórica. Sin esta unidad, se complica aún más el triunfo frente a Ortega, en parte también por las reformas impulsadas hace dos décadas.
En el año 2000, el oficialismo determinó que cualquier coalición debería estar dirigida por un único partido, lo que en la práctica dota a esta formación de un mayor peso a la hora de elegir candidatos y disponer de recursos públicos y alimenta por tanto las luchas intestinas. Crisis Group señala en su informe que fue precisamente una coalición la que venció a Ortega en 1990.
El Consejo Supremo Electoral, dominado por personas afines al presidente, canceló recientemente la personería jurídica del Partido de Restauración Democrática, que servía de plataforma a la Coalición Nacional, lo que le impedirá participar en los comicios de noviembre.
LO QUE ESTÁ POR VENIR
El PIB nicaraguüense cayó en el año 2000 un 3 por ciento, un retroceso que en parte sería atribuible a la pandemia de COVID-19, pero que se suma a sendas contracciones del 3,9 por ciento en 2019 y del 4 por ciento en 2018, según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI).
En noviembre, dos huracanes provocaron destrozos en Nicaragua equivalentes al 6 por ciento del PIB y el régimen de Ortega ha culpado a la oposición de buscar el declive económico del país centroamericano, reclamando por ejemplo sanciones contra el Gobierno.
La mala situación económica es uno de los principales caldos de cultivo del descontento social, aunque no el único, ya que a lo largo del último año la oposición ha lanzado todo tipo de críticas a un Gobierno que llegó a prohibir el uso de mascarillas y a cesar a trabajadores sanitarios que se desmarcaban de la línea oficial, como constató Human Rights Watch en un informe de junio de 2020.
Ortega, sin embargo, sigue siendo para muchos el baluarte de la independencia frente a las supuestas injerencias extranjeras, al igual que ocurriría con otros líderes de izquierda del continente como el venezolano Nicolás Maduro y el cubano Miguel Díaz-Canel, ambos aliados del Gobierno de Nicaragua.
Ya han pasado 14 años desde que Ortega alcanzase la Presidencia y sus 75 años de edad hacen especular sobre una posible sucesión que parece encaminada hacia su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, que ha terminado por convertirse en la principal voz del Ejecutivo y en una defensora sin fisuras de la gestión de su marido.
El escenario postelectoral podría dar pie a esta hipotética sucesión, pero en general todos coinciden con que Murillo no suscita el mismo apoyo que Ortega, ni mucho menos. Un exdiplomático nicaragüense resume para el International Crisis Group lo que él considera un sentir general: «A Ortega le temen, lo respetan y lo quieren, a Rosario solo la temen».
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